Por: María de Lourdes Victoria.
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Los concursos literarios me recuerdan a la canción El Jugador (The Gambler). Si no han escuchado esa canción, aquí les doy el enlace en español por Juanes Dominguez.
La canción dice que “Hay veces que uno gana y muchas que uno pierde” pero lo importante es saber “…when to hold’em, when to fold’em, when to walk away, and when to run”
Y esas son, precisamente, las preguntas que me hago cada vez que pierdo un concurso literario. ¿Qué me está tratando de decir la vida? ¿Debo seguir apostando o rendirme? ¿Mantenerme firme o salir corriendo?
Les platico:
Resulta que recientemente participé en el concurso Internacional del Libro Latino en Nueva York. Cuando me enteré de que mi segunda novela había sido nominada como finalista en dos categorías, me puse feliz. Siempre había deseado ir a la Gran Manzana y ahora tenía el pretexto perfecto para realizar mi deseo. ¡Qué emoción me daba ir a NY a recoger, por fin, un primer lugar! Verán, llevo años persiguiéndolo, pero hasta ahora, lo más lejos que he alcanzado es llegar a finalista.
Me avergüenza confesarlo, pero en esta ocasión, no sé por qué, estaba segura de que iba a ganar. Es más, ya tenía elegida la pared en donde iba a colgar mi placa. Aquí. Junto a mi escritorio. Si pequé de arrogancia por favor compréndanme. Esa actitud “positiva” de mind over matter es precisamente lo que mi maestra de metafísica, mi hermana mayor, me venía recomendando: visualízate dueña del premio, María. Y así hice. Me visualicé. Ya lo tenía en mis manos. Había mandado a Doña Duda a la porra.
Tal era mi certeza, que cuando me llegó la mala noticia de que ninguna de las dos organizaciones de apoyo a los artistas me iban a ayudar a financiar mis gastos, de cualquier manera decidí ir. No podía perderme el momento de mi triunfo. Rompí mi cochinito, busqué el vuelo más barato en Orbitz y negocié un departamento económico en NY. De ahí, enchincualé a mis hermanas para que me acompañaran. Quería que celebraran conmigo y por ahí, que compartiéramos juntas los gastos para que el viaje fuera más factible para todas. Cuando accedieron, empaqué mi maleta (con más libros que ropa) y me fui. Atrás dejé mi casa, el trabajo, el marido y el perro.
Llegamos a NY un lunes por la tarde y de inmediato aprendimos nuestra primera lección de supervivencia en esa gran ciudad: para agarrar un taxi hay que hacerle como los niños hacen con los dulces de las piñatas: hay que arrebatarlos a empujones y pellizcos. Estuvimos un buen rato tratando de pararlos a la mexicana, con chiflidos y gritos de verduleras. No sabíamos aquello de las lucecitas (cuando están encendidas quiere decir que están disponibles). Por fin, se detuvo un taxi, y antes de que se arrepintiera, amontonamos las maletas y nos acomodamos. No llevábamos ni media cuadra en camino, cuando el hombre, de nacionalidad imprecisa, nos preguntó “Do you like Obama?”. Nos miramos perplejas. “Yes. We like him” contestamos, sin vacilar. El hombre paró el auto en seco. “Get out of my car!” gritó. Por supuesto que no nos movimos. No sabíamos si hablaba en serio, pero por si acaso, en ese instante corregí mi afiliación política. “Actually, we don’t like him that much”, le dije, con lo cual quedó satisfecho y volvió a manejar, a una velocidad vertiginosa, estilo Mexico City. El resto del atropellado viaje nos despachó sus opiniones políticas. Por él nos enteramos de que Obama estaba por llegar a NY. Según esto, la visita presidencial no causaba alegría a nadie, mucho menos a los taxistas. Por mi parte, tomé la visita presidencial como indicio de buen agüero.
Para aquellos lectores que no conozcan la página web www.Airbnb,com se las recomiendo. Es la única manera de buscar hospedaje barato en cualquier ciudad. Así fue que encontramos aquél departamentito, pequeñito, pero limpísimo, en East Manhattan. En el lobby del edificio nos recibieron dos chicos que, solícitos, cargaron nuestras maletas y nos guiaron hacia un elevador. El supuesto dueño no se parecía, para nada, al hombre trajeado y de corbata en la foto del Airbnb. Este era un muchacho en camiseta, jeans corroídos y tennis nike.
Comentario: imagínense si hubiera sido un date online service…(en realidad el más decepcionado hubiera sido él).
Subimos muchos pisos y del elevador nos llevaron por un pasillo largo y obscuro, medio tétrico. Conforme avanzamos, observé que ambos chicos tenían los brazos y los cuellos tatuados. Se notaba que levantaban pesas. Hablaban un idioma indescifrable. Mi mente de escritora inmediatamente compenzó a forjar varias posibilidades:
(1) estábamos a punto de ser secuestradas por la mafia rusa
(2) los carteles en México habían leído mis twitts y pensaban, muy equivocadamente, que yo era una autora famosa a punto de recibir un premio remunerado y no una cartulina.
(3) Nuestras suegras los habían contratado para aventarnos por la azotea.
Cuando entramos, me coloqué discretamente junto a la puerta de salida. Mientras aquellos procedían a dar todo tipo de explicaciones sobre el aire acondicionado, la internet, y cómo usar el excusado, yo ya ubicaba los cuchillos en la cocina y el palo de la escoba. Gracias a Dios, como fue, los tatuados eran exactamente lo que decían ser: dos chavos muy en su papel de Landlords. By the way, tampoco eran de Rusia. Eran de Israel.
Al día siguiente, me puse mi único saquito de negocios, agarré mis tarjetas de presentación, mi maleta llena de novelas y me fui a la BEA (Book Expo América). Mi plan: conseguirme un editor– alguien que me adoptara para siempre, a mí y a todas mis hijas-novelas. A falta de editor, cuando menos me conseguiría una casamentera, o sea, un agente literario que se abocara a encontrarme a mi príncipe azul.
En la entrada, me encontré con la sorpresa de que yo, por ser autora, tenía que pagar $200 de cuota. ¡El descaro! Sepan, queridos lectores, que la BEA es la feria más grande en este país; un espacio dentro del cual, los que trabajan en la industria de los libros, se convocan y hacen negocios. Buenos negocios. Hablamos de librerías, distribuidores, almacenes, editores, imprentas, agentes, publicistas, etc., toda una industria que gira alrededor de aquellos que escribimos el “contenido”. O sea, los autores. Y ahora ahí estaban aquellos, cobrándome la tarifa más cara, cuando en esa pirámide de las ganancias mi tajada de la repartición (si es que me la daban) era la más raquítica… ¿No creen que hubiera sido un lindo detalle que nos hubieran dado a los autores un pase de cortesía? Digo. Just saying…
Cuando le expuse mi manera de pensar a la mujer que me estaba cobrando, se limitó a sonreír. Y me pidió mi Visa. Con todo cariño le ofrecí una novela a cambio de pago. No la aceptó. Le ofrecí firmársela, y le advertí que estaba hablando con la futura ganadora del premio Internacional del Libro Latino. Se rió. Pagué a regañadientes.
*Consejo: si van a la BEA hagan sus citas con las editoriales fuera de la feria o, alternativamente, pídanles que les den un pase.
La inmensidad de la feria me hizo sentir peor que una chinche. Aquello era una locura. Los pasillos estaban atiborrados de gente. Se repartían codazos por doquier, más que en las piñatas. Y a pesar mi mapita, y del plan que con tanto esmero había yo preparado, desde Seattle, me perdí. Di vueltas como un yo-yo. Me entró la claustrofobia y me olvidé de todo – hasta de mi nombre. Huí como pude.
*Consejo: lleven su GPS.
Afuera, la colas de los taxis rodeaban la cuadra. ¡Iba a llegar tarde por mi premio! Me resigné y tomé mi lugar hasta atrás. Después de unos minutos, un hombre se acercó, y dirigiéndose a un señor trajeado parado justo adelante de mí, le propuso llevarlo a su destino por $15 dólares. El trajeado aceptó y el chofer, ahora dirigiéndose a mi, me hizo la misma propuesta. Acepté y los seguí. Nos subimos a un auto negro de ventanas blindadas. ¿Pero qué cosa estaba yo haciendo? Me pregunté, en cuando se trancó la puerta. El chofer hablaba a mil por hora por el radio. Reconocí una de las palabras con distinción: babushka. Abuela. Sí. ¡Estaba hablando de mi! ¡En ruso! Ahora sí que el asunto se ponía grave. En cuanto al trajeado a mi lado, segurito que era un cómplice del ruso. Contemplé aventarme por la ventana pero el coche ya avanzaba a toda velocidad. De pronto el chofer pidió su dinero. Eso me clamó. Si estaba a punto de raptarme el tipo, no estaría pidiendo $15. Abrí mi bolsa, nerviosísima, y le entregué mi tarjeta de crédito. “I only take cash, lady”, dijo. Hurgué desesperadamente. “No tengo cash” le dije. Y era cierto. El trajeado sacó su cartera y le entregó $30 dólares. “No te preocupes” dijo “yo te lo pago”. ¡O sea que el ruso mafioso era todo un caballero! El alivio me dejó muda. Por poco le doy un beso. Me sentí total y verdaderamente avergonzada y por supuesto que rehusé su ayuda. Le pedí al chofer que me dejara en la esquina, pero aquél ya se había embolsado el dinero “Lady, take his money ‘cause this don’t happen in NY too much. You know?”
Consejo: aprendan a hablar ruso.
Llegamos muy puntuales al Instituto Cervantes a la ceremonia. Un lugar verdaderamente bello, con jardines interiores, y un salón muy elegante. El ambigú delicioso. La concurrencia agradable e interesante. Tuve el placer de conocer a mis colegas que quizás, igual que yo, ya tenían un lugar elegido en sus paredes para colgar las placas. Conocí a los organizadores y con ello tuve la oportunidad de agradecer el apoyo que dan a los autores latinos. Al segundo sorbo de mi vino blanco comencé, por primera vez, a contemplar la posibilidad de que mi novela no ganara. Entre quesos y galletas, Doña Duda se me fue metiendo al alma. Reconocí ese sentimiento al cual debería ya de estar acostumbrada: una mescolanza de inseguridad y anhelo. Una pasta agridulce. Como el mole.
El evento comenzó y mi ansiedad aumentó conforme fueron anunciando a los ganadores. Por primera vez me permití leer el nombre de los autores que competían conmigo en el programa (por regla nunca los busco, más que nada, para no desanimarme). En la categoría de la mejor novela en español, que era la que más me importaba, estaba el nombre de Javier Sierra, autor español de la novela El Ángel Perdido. Fue entonces que supe que el primer lugar no sería mío. Javier Sierra, adicto a los concursos literarios, es uno de los autores consagrados de la editorial Planeta.
No ha sido fácil desenmarañar la tormenta de sentimientos que sentí en ese momento, pero aquí lo intento: (1) sorpresa ¿están seguros que leyeron bien el nombre? (2) incredulidad ¿en serio perdí de nuevo? (3) furia ¡qué poca! (4) envidia ¿a ésa le dieron un premio? ¡pero si su libro está pésimo! (5) rencor ¡lo sabía! todos los concursos están vendidos (6) vergüenza ¿y ahora qué carambas pongo en FB y twitter? (7) auto-desprecio ¡eres una ilusa! ¿de verdad creíste que ibas a ganar? (8) tristeza ¿no te parece Dios mío que ya puse suficiente esfuerzo de mi parte? (9) depresión ¡me rindo y hasta aquí llegué! Yo sé “when to walk away and when to run” y es RIGHT NOW.
Y correr quería. Salirme de ahí como la Cenicienta, rápido, antes de que todos vieran que mi carroza no era más que una calabaza y mi vestido (prestado, por cierto) harapos…
Lo peor fue eso: tener que contener el mole de sentimientos en lugar de darles rienda suelta y sacarlos del pecho. No pude darme ese lujo. No. La Cenicienta tuvo que sonreír, felicitar a las ganadoras/ganadores, agradecer el evento, e incluso después, cenar con los amigos para dizque “celebrar” porque, después de todo, es sólo un concurso, sin importancia, María, aquí lo importante es competir, bla, bla, bla… Pensándolo bien, lo peor fue eso: los “pésames”…
Consejo: es mejor no asistir a las ceremonias y quedarse en casa, mejor recibir la buena nueva (o la mala nueva) por teléfono…
Me permití esa noche para “lamerme las heridas” pero ni un minuto más. En la mañana, convoqué a mis hermanas y les supliqué que me bailaran, cantaran o contaran chistes, que hicieran lo que quisieran, pero que me hicieran reír. “Para eso las traje” les dije “Para que sean mis anti-depresivos”. Es por eso que adoro a mis hermanas, querido lectores, porque ¡vaya si me hicieron reír! Es más, a partir de ese momento, la verdadera fiesta en Nueva York comenzó. Como decimos en mi patria, “le dimos vuelo a la hilacha”.
Atenta solicitud: no nos acusen con los maridos (o con las suegras). Lo que sudece en NY se queda en NY.
En tres días nos atragantamos la ciudad: Broadway, el Financial District, Time Square, el 911 Memorial, la estatua de la Libertad, la pequeña Italia, el barrio Chino, el Museo Metropolitano. La dieta se fue a la porra y comimos todo lo que se nos antojó: hotdogs, chocolates, pastas, tortas, galletas y demás. Fuimos de compras hasta que el dinero se acabó. En otras palabras, celebramos la pérdida a lo lindo.
Consejo: jalen con las hermanas a donde quiera que vayan; endulzan los viajes mucho más que los chocolates en las almohadas.
En conclusión, no sé si vale o no la pena participar los concursos literarios. El tema es de gran debate entre los autores. Hay quienes dicen que es una pérdida de tiempo, y hay quienes no se pierden uno solo, como mi colega Javier. Ya ven que a él sí le dio resultado. Para los que tengan interés, aquí les comparto las opiniones de dos escritores que se han tomado la molestia de documentarse bien sobre el asunto: la escritora Estrella Cardona Gamio y y Raul Silanes.
Patricia-RamosPor mi parte, yo he decidido que sí, que voy a seguir participando, pero de otra manera. De ahora en adelante, primero consultaré con mis hermanas y les preguntaré a cuál país les apetece ir a ganar – o a perder. Y para allá mandaré la novela. Además, aunque nos inviten, no iremos a ninguna ceremonia pomposa donde los nervios no nos permiten degustar el ambigú a gusto. No. El triunfo (o la pérdida) la celebraremos (o la lloraremos) botadas en alguna playa, saboreando margaritas de mango.
En la pared, junto a mi escritorio, colgué la foto que aquí les comparto. Espero que un día, no muy lejano, la pueda remplazar con un primer lugar. Sin duda (¿me escucha Doña Duda?) lo lograré con mi próxima novela. Mientras tanto, aquí sigo, como cualquier otro jugador, apostando.